R se pasa las mañanas
sentado frente al televisor. Le gusta estar en primera fila cada vez que
alguien enciende el aparato. Siempre he pensado que si se acerca tanto a la
tele es porque trata de alejarse de todo lo otro, de todo lo que hay de
verdadero aquí dentro.
A R le gusta que todas
las puertas estén cerradas, las luces apagadas y el té casi hirviendo. Y todos
respetamos sus manías. Qué remedio entre maníacos.
R podría haber sido un
padre de familia más bien convencional, obstinado y concienzudo, pero la suerte
no le sonrió demasiado. No se trata tampoco de culpar al infortunio. Con la
suerte ya se sabe, da igual lo que uno haga, y R, después de todo, tampoco ha
hecho tanto. Se limitó a esperar, pero se le agotó hasta la impaciencia, y por
eso hoy hace poco más que ver la tele a oscuras y gruñir como si todos
tuviésemos la culpa de que el té esté tan frío, de que el té y el Báltico
siempre lo estén.
La mañana estaba
transcurriendo tranquilamente hasta que ha llegado G. Le habían vuelto a
zurrar, pero esta vez con fuerza.
Jamás podré entender
por qué se deja humillar así. Dónde demonios han ido a parar todos sus
propósitos de enmienda. Resulta triste reconocerlo pero G es, con mucha
diferencia, la que menos esperanza alberga de todos. Su forma de comportarse es
enfermiza, es patológica, y dudo que alguien pueda hacer algo al respecto.
Seguirán pegándole
hasta que no le quede ya ni un solo diente con el que sonreír a todos esos
tipos apestosos con los que se acuesta. A veces me pregunto qué demonios ha pasado
con todos sus planes; la búsqueda de empleo, la vida nueva. De qué pueden
servirle los cinco o seis idiomas que aprendió en la calle desde tan pequeña, a
ella que ni siquiera espera que la amen.
Nunca me cansaré de
repetirle que hace tiempo ya que Lituania no tiene salida al Mar Negro.