> Palabras y Placebos: octubre 2014

jueves, 23 de octubre de 2014

PRIMAVERA DE OTOÑO

A mi abuelo

Jamás habría podido imaginar que alguien pudiera estar acordándose de él desde tan lejos. Habría sido inútil tratar incluso de explicarle dónde estoy, a qué distancia. Para qué, si uno sólo es capaz de imaginar cuanto ha visto alguna vez, y de ver cuanto alcanza a imaginarse.

 De poco o nada serviría intentar hacerle entender que aquí  las calles son distintas y que el olor es otro. Cómo explicarle, ahora que amanece tras sus montes de siempre, verdes y ocres, que aquí anocheció hace apenas un par de horas. Cómo explicarle -o mejor dicho, con qué palabras- que acaba de empezar la primavera. Y que cuando la helada del invierno arruine las cosechas con su frío aliento níveo, florecerán los paltos frente a las doradas costas del Pacífico. De qué serviría obstinarse en contarle que los ciclos son aquí distintos, contrapuestos, antagónicos -o mejor dicho, para qué- si tamaño desorden mundial no es en absoluto responsabilidad suya.

Sin embargo, hoy hubiera deseado poder contarle todo eso porque hoy he comprendido a qué se refería cuando afirmaba que él nunca vivía en otoño.  Porque cada vez que el verano languidecía con sus colores macilentos y su inconfundible olor a hierba recién cortada, mi abuelo ya estaba esperando la llegada de "a primaveira de outono". Así llamaba él a la segunda primavera del año; aquella que precedía al invierno.

Cómo me hubiera gustado ahora, en esta mañana de octubre, poder decirle que, una vez más, estaba en lo cierto. Y reírme con él de la tremenda ignorancia que me ha llevado a viajar miles de kilómetros en busca de esa primavera. A él no le hizo falta marcharse.

Una estación repetida tuvieron todos su años, que florecieron por partida doble.

Si tuviera la ocasión de hablar ahora con mi abuelo, no me preocuparía tanto de intentar que me entendiese. Le contaría todo; le diría que la primavera no ha hecho más que comenzar en Chile y que, pensándolo bien, no son tan distintas estas calles ni tan ajenos estos olores. 

martes, 14 de octubre de 2014

EL GRITO DE LA HORMIGA

Las hormigas gritan,
las he oído,
y sus gritos se parecen a los míos.
Las hormigas gritan como los ahogados,
como los muertos de sed,
como los faltos de algo.

Son muy pocos quienes están dispuestos a detenerse,
a sentarse sin motivo,
a esperar
o a pasarse de largo.
Son muy pocos quienes han oído alguna vez
los gritos de la hormiga.

Yo las he oído,
y sus gritos se parecen a los míos.

Corren tiempos difíciles para la hormiga.
Habitamos un siglo afónico, roto,
de aviones asépticos,
de miedos infundados,
y ya nadie vuela únicamente por el placer de contemplar las montañas
desde arriba.

Corren tiempos de fantasmas familiares,
de manos frías,
de dinero en pantallas electrónicas.
Tiempos de política y latas de conserva.

Poco o nada saben de todo esto las hormigas,
pero se dan cuenta, perfecta cuenta,
de lo que pasa aquí arriba.
Y por eso gritan;
Porque vivir a ras de suelo no ha sido
-ni será nunca-
un motivo de peso para callarse.

Las hormigas también se quejan y se rebelan.
Las hormigas sufren, se desesperan,
y ensayan zancadillas diminutas,
notables saltos mortales.
Las hormigas también se ahogan en un vaso de agua.

El grito de la hormiga es un grito firme,
que revela un dolor apaciguado.
No es un grito de venganza;
La suya es otra guerra,
mucho más terrena,
sin duda mucho más humana.

Las hormigas poco o nada saben del amor,
y tal vez en eso sí que se parecen a nosotros.

Son muy pocos quienes las han oído alguna vez,
pero las hormigas gritan
y sus gritos se parecen a los míos.
Las hormigas gritan como los ahogados,
como los muertos de sed,
como los faltos de algo.

viernes, 3 de octubre de 2014

MAR BÁLTICO

Le suenan las tripas al océano con un ruido de vísceras.
Está atardeciendo.
Los granos de arena naranja crepitan como pequeños soles
bajo los dedos también pequeños.

Cae la noche pintando de gris la orilla
y el pelo viejo de las olas se encrespa
llevándose mar adentro a otro muerto
que lucha en vano por aferrarse a la tierra
con unas largas uñas que, al amanecer,
los crustáceos manosean y olvidan.

En el desolado cabo de Kolka un niño mira al mar
y tiembla.