No sé si fue por culpa
del calor o porque algo se torció de pronto en mi camino, pero una soleada
tarde de septiembre, estando de viaje en Eslovenia, regresó a mi cabeza la
vieja historia de aquel niño que de mayor quería ser mandarina. Se llamaba
Ramón y al ser interrogado una mañana en la escuela a propósito de qué le
gustaría ser de mayor, respondió sin titubeos: Yo, de mayor, quiero ser
mandarina. Pobre Ramón, recuerdo que pensé al conocer su relato a través de una
amiga, no hace tanto tiempo, en una playa sin nombre.
Pude reconstruir
aquella mañana de colegio sin apenas esfuerzo, silla por silla. El olor del
aula, el pitido ensordecedor de los aparatos eléctricos manoseando puertas y
ventanas, la mirada compasiva de la maestra de primaria, las perversas
carcajadas de los compañeros de clase. Y
aquella frase, de pronto, a mediodía, proponiendo un punto de ruptura, desafiando
el orden establecido, alterándolo todo. Una mandarina en lugar de un médico o
de un profesor. Una mandarina como espejo.
No lo sabía entonces
Ramón, mientras agachaba la cabeza avergonzado por semejante comentario -ni
tampoco yo, hasta esta misma tarde en Eslovenia- pero al tratar de formular un
deseo, había expresado en realidad una queja. Había reivindicado un derecho que
nadie podía negarle. No por el momento. Y aquella temeridad -la de situar el
anaranjado cítrico en el mismo nivel que el resto de respetables ocupaciones
adultas- nos acusaba y nos delataba a
todos los demás. Nos tachaba de cobardes, por no habernos atrevido, ni siquiera
una sola vez, a tratar de ser mandarinas; y nos delataba recordándonos -quizás
involuntariamente, pero qué carajo- que el futuro no es algo tan serio como
pintan en la escuela.
A aquella mañana siguieron
otras mañanas de invierno, y a éstas otras mañanas. Y nos hicimos mayores,
Ramón y yo y todos los otros. Mayores e insatisfechos. Y el niño que quiso ser
astronauta de mayor ahora es farmacéutico; y el quería estudiar Farmacia, es
periodista; y el que soñó ser periodista, es panadero. Y así sucesivamente.
Qué difícil resulta ser
de mayor lo que uno quería ser de mayor cuando era pequeño. Qué ingrato, muchas
veces, cuando lo logra, y cuando no lo logra, qué gran pérdida de tiempo. Pero
sobre todo, qué rápido se conforma el ser humano y hace de una Farmacia una
nave, de una píldora un periódico y de un periódico una barra de pan. Y así
sucesivamente.
Desconozco si Ramón
llegó a convertirse en mandarina pasado el tiempo. Desconozco incluso si Ramón
existe en realidad, si ha existido alguna vez o si se trata sólo de una de esas
historias que te cuentan una noche en una playa y necesitas creerte. Y es
que el deseo de creer en algo es, después de todo, lo que lo vuelve cierto.
Lo único de lo que
estoy seguro es de que hoy en Eslovenia hace tanto calor que uno desearía que
la historia de Ramón fuese al menos tan cierta como este pedazo de tierra verde
que piso y que a veces se me tuerce.
Ojalá todos los niños deseasen ser de
mayores algo que no pudiesen ser de mayores, o al menos algo tan complicado de
materializar que mereciese la pena partirse la cara en el intento. Un deseo puede cumplirse o no cumplirse, pero
en eso consisten, a fin de cuentas, los deseos.
Recuerdo muchas tardes a Ramón porque nunca
pude conocerlo.