Por
la tarde se preguntó qué tal, pero no quiso responderse porque presintió cierto
tono irónico en la pregunta. En los últimos tiempos había adoptado la rara
costumbre de hacerse preguntas a sí mismo con ese tono mordaz tan propio en él y, al mismo tiempo, tan fastidioso. Se preguntaba si se sentía solo cuando estaba
solo; se preguntaba por su cara de idiota cuando ponía cara de idiota; o si
todavía tenía hambre cuando llevaba ya más de doce horas sin probar bocado.
Cuando fumaba demasiado, se interrogaba a sí mismo por su estado de salud, pero
nunca antes o después de fumar un cigarrillo, sino en el momento exacto en que
se encontraba fumando.
Al
principio solía tomarse a broma tanta broma a propósito de sí mismo (y por
parte de sí mismo), pues le resultaba hilarante aquel particular
enfrentamiento, pero aquella tarde, cuando se preguntó qué tal estaba, optó por
el silencio. Y aquel silencio incómodo le llevó, finalmente, a dejarse tranquilo,
a no seguir indagando en su estado emocional por temor, tal vez, a terminar
hablando.
Por
la noche, como cada noche, llegó la reconciliación:
-¿Estás
muy enfadado conmigo? -se preguntó temeroso a sí mismo-.
-No,
hoy no.
-¿He
dicho acaso algo que te sentara mal?
Pero
como volvió a presentir que comenzaría de nuevo la gresca y que aquello no
conducía a ninguna parte, se contestó:
-Tú
nunca tienes la culpa de las cosas que me ocurren.
-¡Buenas
noches! -exclamó-, sin obtener respuesta alguna por parte de sí mismo.
-Otra
vez ha vuelto a quedarse dormido -pensó-, pero no dijo nada que pudiera
perturbar su propio sueño.