Vivir del
cuento. Eso lleva haciendo el estado de Israel desde hace casi siete décadas. Y
también matando. Impune e indiscriminadamente.
Más 600
palestinos han sido asesinados a lo largo de los últimos quince días a manos de
las fuerzas de defensa israelíes. 653 víctimas civiles. Unos 43 muertos diarios.
La denominada
"Operación Margen Protector", la ofensiva militar iniciada en suelo
palestino el pasado 8 de julio, ha sido calificada por algunos medios de
comunicación de formas diversas. Desde "Conflicto en Oriente Medio"
(u "Oriente Próximo" -en función, supongo, de la distancia existente
entre la redacción de turno y las ciudades fronterizas de la Franja), hasta el agudo eufemismo "Crisis de
Gaza" (calificativo que revela, al mismo tiempo, una alarmante crisis de
recursos léxicos y ese obstinado empeño periodístico por tratar de presentar la
realidad de manera edulcorada). Se hubieran ahorrado palabras llamándole
simplemente genocidio. Tanto ahorrar en verdad, para despilfarrar en palabras.
Otros, sin
embargo, han apostado por recurrir al término "guerra civil", tan
prosaico y tan cómodo, tan barato, olvidándose al hacerlo de que las guerras las
libran los ejércitos y de que tiene que haber al menos dos en liza para que
empiece la contienda. Si con "guerra civil" se refieren a aquella en
la que sólo mueren civiles, entonces, lamentablemente, sí que estarían en lo
cierto.
Pero no han sido
sólo los medios de comunicación (ese "cuarto poder", ese 'brazo tullido'
del mismo poder de siempre) los únicos interesados en tergiversar los hechos. John
Kerry, secretario de estado norteamericano, trasladaba la pasada semana su
apoyo incondicional a Israel argumentando que la operación militar perpetrada
en la Franja estaba siendo acometida en régimen de "legítima defensa propia".
¿Acaso es aceptable un comentario de tal calibre? Se estima que un niño muere
cada hora en Gaza como consecuencia de los bombardeos.
El dato es escalofriante, para casi todos. No
lo es para la diputada israelí Ayelet Shaked, que ni corta ni perezosa (sobre
todo lo segundo) hizo un llamamiento el pasado fin de semana en las redes
sociales a que "la sangre de las madres Palestinas caiga sobre sus
cabezas". Así se las gastan algunos políticos israelíes, siempre con la
sangre en la cabeza.
Pero, entretanto,
la gente sigue muriendo. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no parece
tener del todo claro si más de medio millar de víctimas y casi 5.000 heridos
son suficientes como para integrar la última "travesura" del gobierno
que preside Netanyahu dentro de los denominados "crímenes contra la
humanidad". Convendría, tal vez, que le echasen un rápido vistazo al
Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que ellos mismos
suscribieron, para resolver si se están produciendo aquí algunos de los delitos
tipificados como crímenes de guerra, tales como el asesinato, el exterminio o
el desplazamiento forzoso.
Israel,
ese país ficticio, ese "gigante" inventado, ostenta el dudoso honor
de situarse a la cabeza de la lista de estados que más veces han vulnerado resoluciones de Naciones Unidas relativas a la
violación de los Derechos Humanos. Si la condena internacional no se produce de
forma inmediata, es por algo. ¿Cómo podrían venderles las armas y hacerles
luego 'pagar el pato'? Estados Unidos, las principales potencias europeas, y
también España, sacan tajada de la matanza.
La situación, a
orillas del "muro de la vergüenza", es fácil de explicar. Las
políticas de apartheid que los israelíes están llevando a cabo en Palestina han
simplificado aún más las cosas. Le
llaman guerra, le llaman crisis, pero la muerte sólo vive de un lado del muro;
del otro viven los "sin-vergüenzas".
La historia
comenzó a escribirse hace hoy 66 años. Estados Unidos se convirtió en el primer
país en reconocer de facto el nuevo estado judío en 1948, dando por buena la "trama" para que
Israel pudiese empezar a vivir del "cuento". Hoy toda aquella farsa
sigue contando con el beneplácito y la condescendencia de los máximos dirigentes
estadounidenses, como Barack Obama, flamante
premio nobel de la paz en 2009 y cómplice de crímenes de guerra tan solo un
lustro más tarde.
El problema
fundamental es que a esta realidad le sobra ficción y le falta verdad, y
aspereza. La literatura, sea ésta del tipo que sea, no puede privar al hombre
de su capacidad crítica. Si Ana Frank levantara la cabeza juraría que hemos retrocedido en el tiempo, y
se vería probablemente reflejada en alguno de los cuatro niños que perdieron la
vida el pasado miércoles mientras jugaban en una playa de la ciudad de Gaza. No
era una playa militar, era una playa pública, civil, como todas las playas.
Y es que lo
inaceptable, después de todo, no es la absurda tesis sionista, la sagrada
profecía o la inconsistente teoría que
supuso la aceptación como "tierra prometida" de un espacio geográfico
habitado por sus ancestrales pobladores desde tiempos del Imperio Romano; lo
inaceptable es que dicha ficción barata contemple que los palestinos puedan seguir,
todavía hoy, muriendo del cuento.