> Palabras y Placebos: 2014

martes, 30 de diciembre de 2014

SUEÑOS DE OTROS

Los problemas empezaron al poco tiempo de llegar a la ciudad, observando a un barrendero en una de las plazas del centro. Un tipo alto y desgarbado, casi rubio, demasiado blanco y demasiado serio. Bastante flexible, para a su altura, y muy eficiente. Nada parecía perturbarle, salvo todas esas cosas que ruedan. Todos esos residuos esféricos o semiesféricos dotados de cierta movilidad pese a su estática apariencia. La escoba los proyectaba lejos de sus dominios, a veces incluso al otro lado de la acera, ante su apaciguada ira y su incomprensión serena.
Estaba claro que existían cosas que, aún pareciendo inertes, manifestaban una clara oposición a ser inmovilizadas, a tornarse dóciles ante la escoba, los adoquines de la plaza y el recogedor. Algo parecido comenzó a suceder con mis sueños.

Aquella noche dormí intranquilo. Soñé con todas esas pequeñas cosas que ruedan en las plazas del centro y que los barrenderos se obstinan en capturar, con mayor o menor éxito. Mi desazón llegó con las primeras luces del día. Había soñado un sueño ajeno. Lo comenté con algunos amigos, de los que sólo recibí a cambio indiferencia y fingida compasión. Soñé durante cuatro o cinco noches más aquel sueño robado hasta que comencé a obsesionarme con otros seres anónimos y a ir apoderándome lentamente de todas sus fobias y preocupaciones, canalizadas a través de los sueños.

Una noche conocí a una chica cerca del muelle. Lloraba, pero parecía contenta. Me acerqué porque me gustó la imagen que proyectaba. Sus lágrimas caían al río en una suerte de lluvia salada. Le dije que si continuaba llorando de ese modo el caudal del río crecería hasta derribar los diques del muelle y anegaría toda la ciudad. No le importó demasiado. Continuó llorando y sonriendo con admirable intensidad. El caudal del río -debo reconocerlo- no se resintió en modo alguno. Mis sueños, en cambio, sí que lo notaron. Comencé a soñar con puertos y naufragios, y después con ríos e inundaciones, y más tarde con catástrofes oceánicas. No podía pegar ojo por las noches y sentía un pánico atroz cada vez que me disponía a meterme en la cama.
Ocurrió lo mismo con el equilibrista de la calle Somera y con el vendedor ambulante del Guggenheim. Semanas y semanas de sueños ajenos que terminaron por romper el frágil hilo que me mantenía unido a la realidad.

Prisionero de la locura, no me quedó otro remedio que idear un plan de suicidio. Me arrojaría -con vida y todo- desde uno de los puentes de mis sueños. El más cercano, por motivos de comodidad. Pero en aquella madrugada de insomnio especialmente húmeda, llamada a ser mi última madrugada de insomnio, volví a toparme con el barrendero. Lo abordé en plena calle para contarle lo de mi insomnio o, mejor dicho, lo de mis sueños, que deberían ser los suyos. Llegué incluso a relatarle con todo lujo de detalles mi plan de suicidio a la espera, tal vez, de que pudiese llegar a entenderme. Pero no sirvió de nada. Se limitó a observarme, impasible, con una mezcla de lástima y de sopor, sumido por completo en su tarea. Transcurrido un breve lapso de tiempo, decidí marcharme. Pero cuando me disponía a abandonar aquella plaza mal iluminada y a emprender con decisión mi camino hacia el puente más cercano para poner término de una vez por todas a mi miserable existencia, el barrendero se volvió para decirme:
- No te entiendo
- ¿Cómo?, pregunté rápidamente, creyendo que tal vez aquellas palabras procedían en realidad de mi cabeza.
 - Mire, no sé si mis sueños son sueños ajenos o sueños propios, pero le aseguro que no son los sueños que me gustaría tener. No conozco a nadie que sueñe lo que quiere. ¿Qué gracia tendría eso?
- ¿Gracia?, repliqué un tanto molesto, ¿quién está hablando aquí de algo gracioso? Simplemente trataba de explicarle que mis sueños son sus sueños, que no me pertenecen y que me he cansado de tener que convivir con ellos.
- Si tanto le molestan, ¿por qué no los olvida?, rechistó. Sueñe otra cosa o no sueñe nada, pero deje de joder a los demás con sus sueños.
- No son mis sueños, son suyos, le dije por última vez alzando la voz.
 - Pero ¿cómo se atreve?, me contestó, visiblemente enfadado, ¿qué sabrá usted lo que yo sueño o dejo de soñar?
- Sueña con todas esas cosas que ruedan -le espeté de pronto-, sin dejarle apenas tiempo para que terminase de hablar.
Al escucharlo, el rostro del barrendero cambió por completo. Dejó caer al suelo la escoba y rompió a reír de un modo incontrolable. Una vez que terminó de hacerlo, se acercó caminando hacia mí y me dijo:
- Los barrenderos no soñamos que barremos. Barremos y cuando terminamos de barrer nos vamos a casa y continuamos con nuestra vida. ¿Quiere que le dé un consejo? Haga usted lo mismo.

Me marché sin despedirme. Regresé a casa y tardé casi una hora en quedarme dormido. Aquella noche volví a soñar con mis cosas. Soñé con mi estúpido y rutinario trabajo de entrevistador. Soñé con Aurora dirigiéndose al baño y pensando, tal vez, en escribirme una carta de amor. Soñé con mi madre y con mi hermano, y también con aquel tipo que conocí la otra noche cerca de la universidad y que me aseguró que sabía imitar a la perfección el sonido que emiten todos los insectos cuando están contentos. Soñé, en fin, mis sueños de siempre, y comprendí al despertar que no hay nada más aburrido que los sueños propios. Porque, después de todo, los sueños de uno no son más que la prolongación de las inquietudes diarias que uno tiene y que terminan traspasando el umbral de la vigilia para que no nos olvidemos de que existen.

Soñar un sueño ajeno resulta, sin embargo, mucho más excitante. Ahora que lo pienso, ¿soñará el equilibrista de la calle Somera que pierde el equilibrio?. Esta misma mañana he recibido una carta, pero no era de amor.

jueves, 18 de diciembre de 2014

APARATOS ELÉCTRICOS

Repueblan los bosques con ciudades.
Suspira el asesino por un beso.

Sale más cara la carne de res muerta
que la res de carne y hueso.

Y el chico fantasea con morir
porque es muy joven.

Y el viejo fantasea con vivir
porque es muy tarde.

Y al amanecer
es lunes y es invierno,
y tiemblan en los hogares,
de pura seguridad,
los aparatos eléctricos

La madre
que vive sin sus hijos
se resguarda con sombrilla
de las sombras.

Los peces de colores del futuro
nadan mejor en mares de cemento.


lunes, 1 de diciembre de 2014

INVISIBLES

La estanquera era vieja pero trabajaba con eficiencia, incluso con cierta celeridad. Tenía una divertida línea de tinta azul pintada en la cara que cruzaba su mejilla izquierda de manera transversal. Pedí un paquete de tabaco, traté de sonreír con todas mis fuerzas y regresé a la calle.
Allí estaban todos, cada uno a lo suyo, tratando inútilmente de convencerse a sí mismos de que estaban solos en el mundo. Pero no lo estaban -al menos en un plano físico-, de manera que dediqué algunos minutos a escudriñar sus rostros impasibles, vaciados por el cansancio y las primeras luces del día. Los miraba directamente a los ojos porque quería que también ellos tuviesen que mirarme. Trataba de restituirlos modestamente a aquel espacio concreto en que nos encontrábamos, a aquel cuadrante perfecto e irrepetible que conformábamos ellos, yo, y a veces un semáforo en ámbar o un camión mal estacionado.
Aquel ejercicio me llevó a pensar de nuevo en la estanquera. Deseé interrumpir mi paseo predefinido y regresar al estanco y comprar otro paquete de cigarrillos, sonreír ampliamente a la vieja o advertirle al menos de que alguien, tal vez ella misma, había dibujado una línea en tinta azul sobre su cara. Pero no lo hice, acaté mi papel de transeúnte, me volví también invisible -salvo para algunos niños- y dejé de fantasear.
En mi camino pasé al lado de un parque y descubrí a un hombre imitando a una oveja. Supuse que estaba loco. Pensé entonces en las ovejas y en lo raro que me hubiera resultado descubrir a una oveja tratando de imitar a un humano. Sentí pena por las ovejas y también, aunque en menor medida, por aquel hombre que -lo supe más tarde- únicamente pretendía no ser invisible.
Hacía bastante calor. La primavera comenzaba a dibujarse en los escaparates y en las sombras que proyectaban en el suelo las siluetas de algunas galerías de la zona vieja. Entré en la administración y aguardé mi turno. Había un hombre bastante alto que había perdido el suyo. En realidad no había perdido el turno sino su número, pero en la administración cada persona es un número y él ya no era ninguno. Me senté en un sillón realmente confortable junto a otros números. Yo era el ciento ochenta y siete. Había también una madre llamada ciento sesenta y dos, y un bebé que no tenía número. Ambos fueron atendidas antes que yo. Al hombre bastante alto que había perdido su número trataban infructuosamente de explicarle el sistema de lista de espera de aquella silenciosa administración. Parecía furioso. Donde ellos veían números él sólo alcanzaba a ver personas. No entendía en qué momento exacto se había vuelto invisible. Resolvieron atenderle de todos modos.
Al cabo de un rato me llamaron por mi nombre
 -¡Ciento ochenta y siete!
 -Soy yo, dije, y abandoné mi sillón.
Al salir me despedí educadamente de la chica de información, que estaba sentada muy cerca de la puerta.
-Adiós número uno, le dije.
-Que tenga una buena mañana, ciento ochenta y siete, me respondió.

Regresé a casa un poco triste, en parte porque no dejaban de salir y de llegar trenes y yo no viajaba en ninguno; en parte porque llevaba ya un buen rato dudando de mi visibilidad. Pensé que podría tratarse de un sueño, de modo que me detuve sobresaltado frente al cristal de una lavandería y me miré. Allí estaba yo. Y ellos. Respiré aliviado, puede que incluso un poco orgulloso. Definitivamente no estaba soñando. No hay espejos en mis sueños. Y sospecho que tampoco en los de la estanquera.

jueves, 20 de noviembre de 2014

LA VERDADERA BELLEZA

Nærøyfjord, Noruega / Laura CM














https://www.flickr.com/photos/122278373@N05/sets/


No se trata simplemente de una pared de roca. Es la imagen que proyecta al precipitarse sobre el agua del modo en que lo hace. Es una visión que no sería capaz de explicarte por más que me lo propusiera. Es tan bello que te da miedo mirarlo. Que no te atreves a mirarlo y al mismo tiempo no puedes apartar la vista de eso que tienes delante.

Tendrías que ir allí tú mismo para poder entenderlo. Porque un fiordo puedes mirarlo, pero enseguida comprendes que no estás simplemente mirándolo -que estás pensándolo- pensándolo con los ojos, porque tus ojos tampoco alcanzan a explicarse lo que ven y necesitan pensar para poder descodificar esa imagen. Y entonces, mientras lo piensas, te das cuenta de que en realidad da miedo, de que es tan bello que da miedo y, en fin, eso te asusta y te entristece a partes iguales.

Te estoy aburriendo. No paro de hablar y ahora me doy cuenta de que en realidad no estoy diciendo nada. Nada que te pueda servir para entenderlo mejor, para comprenderme a mí al menos. Pero si te cuento todo esto es porque sé que eres tan tozudo que jamás irás a verlo. Aunque en realidad te pique un poco la curiosidad, te seduzca la idea de comprobar hasta qué punto estoy exagerando. Pero no irás -ya lo creo que no- y pensarás a cambio que soy un estúpido. Te reafirmarás en esa idea. Porque sólo un estúpido -resolverás- es capaz de emocionarse con una simple montaña. Y probablemente agregarás, en cuanto tengas la ocasión, que nada puede tener de especial aquel lugar si lo comparas con todas las grandes maravillas que has tenido la suerte de contemplar en tu camino. Seguramente dirás eso; utilizarás el término 'maravillas' para distanciar aún más eso que has visto -o que dices haber visto- de esto que trato inútilmente de describirte. Lo situarás en primer término, en otro plano distinto al que ocupamos yo y mis absurdas historias de viajes.


Y una vez que haya terminado de hablar, me mirarás con lástima, con esa condescendencia apática con la que miras todo lo que te rodea. Y entonces me dirás que no entiendes cómo puedo encontrar atractivo un lugar que, en realidad, no consigue provocarme más que miedo y tristeza. Y yo me quedaré callado -porque siempre pasa lo mismo- y me morderé la lengua para no decirte todo lo que llevo años deseando decirte. Y las palabras me alcanzarán tan solo para tratar en vano de explicarte por última vez que no hay belleza sin vértigo, que la verdadera belleza es simplemente tan triste y aterradora como lo era aquel paisaje

viernes, 14 de noviembre de 2014

NEVERAS EN EL ÁRTICO

No fue sencillo hacerse respetar porque uno no cambia el hielo por la cubitera, el frío elemental por el moderno electrodoméstico de la noche a la mañana. No fue fácil adaptarse a la vida en Groenlandia, acostumbrarse a la lentitud que supone habitar un espacio sin márgenes, pero también sin asideros cotidianos, rodeado de nieve  a todas horas y por todas partes

Groenlandia fue desde el principio una metáfora; una metáfora de la evasión o, más bien, de la ruptura de todo orden establecido. Viajó a la gigantesca isla en más de cuarenta ocasiones; cuarenta absoluciones que le sirvieron para purgar las culpas deducidas de una vida en sociedad más bien anodina o mediocre. Groenlandia fue siempre el exilio voluntario, un destierro interior que gradualmente se fue externalizando. La patria de los invisibles, pensaba él, pero lo cierto es que entre desaparecer y creerse invisible hay un abismo que, después de todo, no consuela tanto.

Allá se fue, en todo caso, nuestro hombre, por cuadragésima primera vez, hace hoy más de cuatro años. Por vez primera de cuerpo presente. Y sucedió que en lugar de huir se fue acercando -algo lógico por otra parte, cuando corres, sin saberlo, a tu propio encuentro- y la ansiada invisibilidad dejó paso a una visibilidad ansiosa, de la que le costó reponerse durante algún tiempo.

No tardó demasiado en descubrir que es difícil vivir aislado. Aislado en la mayor isla del mundo, en una palabra, incomunicado. De manera que se puso a trabajar en esto y aquello, durante algunos años, antes de constituir su propia empresa. Nadie vendía neveras en el viejo territorio inuit antes de su llegada, de modo que las neveras comenzaron a venderse por la sencilla razón de que no las vendía nadie. Y así fue como creció la fama y la popularidad de nuestro hombre, hasta que el negocio empezó a producir beneficios y, paralelamente, beneficiados.

Transcurridos cuatro años y dos meses, exactamente -aunque con el tiempo, ya se sabe, no hay nada exacto- llegó una carta a su domicilio de Nuuk procedente de ultramar, de su país natal y de su antigua novia, para ser exactos, -aunque con las antiguas novias y con los países natales, ya se sabe-.

Meditó mucho sobre la posibilidad de contestar. Sopesó sus posibilidades -fundamentalmente las dos, contestar o no, parece fácil-, pero como las margaritas de Groenlandia tienen los pétalos helados, jamás tuvo una segunda opinión al respecto y, tal vez por eso, terminó contestando.

Muy pronto las noticias sobre su paradero se fueron propagando en su ciudad natal porque su antigua novia le contó toda la verdad a la madre en funciones de nuestro hombre, y ésta inmediatamente a su padre, y así sucesivamente.

Quince días después de aquel primer acercamiento llegó la terrible respuesta -terrible en tanto que razonable- de su familia, claro está, en forma de carta.
Retomar la comunicación con su pasado desestabilizó más de la cuenta a nuestro hombre,  que inevitablemente comenzó a fantasear en los días previos a la recepción de la carta con aquella vieja historia del hijo pródigo, de la antigua novia enamorada todavía después de tanto tiempo y así sucesivamente.  La carta en cuestión, sin embargo, es esta que reproduzco ahora, para el conocimiento de todos y para el desencanto de tantos:


Querido Hijo:

Tanto Luisa como nosotros nos alegramos mucho de que estés bien, de que a pesar de haberte ido sin dar ninguna explicación a nadie, tengas ahora un buen empleo y un porvenir en ese sitio donde dicen que vives. Luisa nos ha pedido que te digamos que va a casarse la semana próxima con Carlos, Carlitos, ¿te acuerdas de él, verdad?, el hijo de los de la tienda, y que le gustaría que asistieses al enlace. La abuela ha preguntado mucho por ti a lo largo de estos años pero no nos hemos atrevido a decirle nada todavía, ¿qué necesidad tiene ella, a su edad, de llevarse un disgusto tan grande? Esperamos que lo entiendas. Nosotros estamos bien, tú no te preocupes por nada, bastante haces con ganarte la vida vendiendo neveras en el Ártico. Te quieren


Papá y Mamá

miércoles, 5 de noviembre de 2014

ESPEJO

No se puede tratar de retroceder hacia delante.
La comida masticada tiene el sabor del hambre.

El perro ya ladró.
Ya echó a correr detrás del palo.
Le dará alcance y lo zarandeará unas cuantas veces
antes de olvidar por qué corría tanto.

Tocará entonces volver a ladrar,
aguardando un nuevo lanzamiento,
esperando quizás que esta vez el palo
llegue más lejos,
vuele más alto.

No se puede tampoco tratar de avanzar hacia atrás.
Caminando hacia el pasado siempre se llega tarde.

Ya la besé.
Ya nos besamos.
Ya echamos a correr detrás del tiempo,
le dimos alcance,
y lo zarandeamos.

jueves, 23 de octubre de 2014

PRIMAVERA DE OTOÑO

A mi abuelo

Jamás habría podido imaginar que alguien pudiera estar acordándose de él desde tan lejos. Habría sido inútil tratar incluso de explicarle dónde estoy, a qué distancia. Para qué, si uno sólo es capaz de imaginar cuanto ha visto alguna vez, y de ver cuanto alcanza a imaginarse.

 De poco o nada serviría intentar hacerle entender que aquí  las calles son distintas y que el olor es otro. Cómo explicarle, ahora que amanece tras sus montes de siempre, verdes y ocres, que aquí anocheció hace apenas un par de horas. Cómo explicarle -o mejor dicho, con qué palabras- que acaba de empezar la primavera. Y que cuando la helada del invierno arruine las cosechas con su frío aliento níveo, florecerán los paltos frente a las doradas costas del Pacífico. De qué serviría obstinarse en contarle que los ciclos son aquí distintos, contrapuestos, antagónicos -o mejor dicho, para qué- si tamaño desorden mundial no es en absoluto responsabilidad suya.

Sin embargo, hoy hubiera deseado poder contarle todo eso porque hoy he comprendido a qué se refería cuando afirmaba que él nunca vivía en otoño.  Porque cada vez que el verano languidecía con sus colores macilentos y su inconfundible olor a hierba recién cortada, mi abuelo ya estaba esperando la llegada de "a primaveira de outono". Así llamaba él a la segunda primavera del año; aquella que precedía al invierno.

Cómo me hubiera gustado ahora, en esta mañana de octubre, poder decirle que, una vez más, estaba en lo cierto. Y reírme con él de la tremenda ignorancia que me ha llevado a viajar miles de kilómetros en busca de esa primavera. A él no le hizo falta marcharse.

Una estación repetida tuvieron todos su años, que florecieron por partida doble.

Si tuviera la ocasión de hablar ahora con mi abuelo, no me preocuparía tanto de intentar que me entendiese. Le contaría todo; le diría que la primavera no ha hecho más que comenzar en Chile y que, pensándolo bien, no son tan distintas estas calles ni tan ajenos estos olores. 

martes, 14 de octubre de 2014

EL GRITO DE LA HORMIGA

Las hormigas gritan,
las he oído,
y sus gritos se parecen a los míos.
Las hormigas gritan como los ahogados,
como los muertos de sed,
como los faltos de algo.

Son muy pocos quienes están dispuestos a detenerse,
a sentarse sin motivo,
a esperar
o a pasarse de largo.
Son muy pocos quienes han oído alguna vez
los gritos de la hormiga.

Yo las he oído,
y sus gritos se parecen a los míos.

Corren tiempos difíciles para la hormiga.
Habitamos un siglo afónico, roto,
de aviones asépticos,
de miedos infundados,
y ya nadie vuela únicamente por el placer de contemplar las montañas
desde arriba.

Corren tiempos de fantasmas familiares,
de manos frías,
de dinero en pantallas electrónicas.
Tiempos de política y latas de conserva.

Poco o nada saben de todo esto las hormigas,
pero se dan cuenta, perfecta cuenta,
de lo que pasa aquí arriba.
Y por eso gritan;
Porque vivir a ras de suelo no ha sido
-ni será nunca-
un motivo de peso para callarse.

Las hormigas también se quejan y se rebelan.
Las hormigas sufren, se desesperan,
y ensayan zancadillas diminutas,
notables saltos mortales.
Las hormigas también se ahogan en un vaso de agua.

El grito de la hormiga es un grito firme,
que revela un dolor apaciguado.
No es un grito de venganza;
La suya es otra guerra,
mucho más terrena,
sin duda mucho más humana.

Las hormigas poco o nada saben del amor,
y tal vez en eso sí que se parecen a nosotros.

Son muy pocos quienes las han oído alguna vez,
pero las hormigas gritan
y sus gritos se parecen a los míos.
Las hormigas gritan como los ahogados,
como los muertos de sed,
como los faltos de algo.

viernes, 3 de octubre de 2014

MAR BÁLTICO

Le suenan las tripas al océano con un ruido de vísceras.
Está atardeciendo.
Los granos de arena naranja crepitan como pequeños soles
bajo los dedos también pequeños.

Cae la noche pintando de gris la orilla
y el pelo viejo de las olas se encrespa
llevándose mar adentro a otro muerto
que lucha en vano por aferrarse a la tierra
con unas largas uñas que, al amanecer,
los crustáceos manosean y olvidan.

En el desolado cabo de Kolka un niño mira al mar
y tiembla. 

miércoles, 24 de septiembre de 2014

LA SONRISA DE BRUNO GANZ

Nos queda lo que aún no conocemos y todo lo que perdimos.
Nos quedan los días de lluvia, desaprovechados por otros.
El mar violento en el que no podemos nadar
y las cumbres más altas a las que nunca podremos subir andando.

Nos quedan todos los planes difíciles,
que desechamos por su dificultad;
y todas las verdades simples,
de las que generalmente desconfiamos.
Nos quedan las historias tragicómicas y las relaciones agridulces.
Los insectos y la humedad.
Nos quedan los bares que cierran tan tarde
y las revoluciones desde los sillones
-desde las cunetas-.
Nos queda el sol de medianoche y las auroras boreales.

Nos quedan algunos humanos, todavía pacíficos
y algunas plantas, todavía carnívoras.
Nos quedan las playas en otoño,
la memoria y el silencio.
Algunas canciones que pretenden decirnos algo
y algunas películas todavía mudas.

Nos queda la calle y todas las quejas que allí se escuchan.
El amor imposible y la risa en los entierros.
El sexo libre y otras drogas prohibidas.
Nos quedan las victorias que nos mienten
y las derrotas que nos recuerdan quiénes fuimos.
Nos queda todo lo raro,
lo sorprendentemente cotidiano,
lo siempre espantoso.

Nos queda un presente elástico en las manos;
y Bruno Ganz
sonriendo en alguna cinta alemana.
La sonrisa de Bruno Ganz,
esa extraña sonrisa.



miércoles, 17 de septiembre de 2014

EL NIÑO QUE QUISO SER MANDARINA

No sé si fue por culpa del calor o porque algo se torció de pronto en mi camino, pero una soleada tarde de septiembre, estando de viaje en Eslovenia, regresó a mi cabeza la vieja historia de aquel niño que de mayor quería ser mandarina. Se llamaba Ramón y al ser interrogado una mañana en la escuela a propósito de qué le gustaría ser de mayor, respondió sin titubeos: Yo, de mayor, quiero ser mandarina. Pobre Ramón, recuerdo que pensé al conocer su relato a través de una amiga, no hace tanto tiempo, en una playa sin nombre.

Pude reconstruir aquella mañana de colegio sin apenas esfuerzo, silla por silla. El olor del aula, el pitido ensordecedor de los aparatos eléctricos manoseando puertas y ventanas, la mirada compasiva de la maestra de primaria, las perversas carcajadas de los compañeros de clase.  Y aquella frase, de pronto, a mediodía, proponiendo un punto de ruptura, desafiando el orden establecido, alterándolo todo. Una mandarina en lugar de un médico o de un profesor. Una mandarina como espejo.

No lo sabía entonces Ramón, mientras agachaba la cabeza avergonzado por semejante comentario -ni tampoco yo, hasta esta misma tarde en Eslovenia- pero al tratar de formular un deseo, había expresado en realidad una queja. Había reivindicado un derecho que nadie podía negarle. No por el momento. Y aquella temeridad -la de situar el anaranjado cítrico en el mismo nivel que el resto de respetables ocupaciones adultas- nos acusaba  y nos delataba a todos los demás. Nos tachaba de cobardes, por no habernos atrevido, ni siquiera una sola vez, a tratar de ser mandarinas; y nos delataba recordándonos -quizás involuntariamente, pero qué carajo- que el futuro no es algo tan serio como pintan en la escuela.

A aquella mañana siguieron otras mañanas de invierno, y a éstas otras mañanas. Y nos hicimos mayores, Ramón y yo y todos los otros. Mayores e insatisfechos. Y el niño que quiso ser astronauta de mayor ahora es farmacéutico; y el quería estudiar Farmacia, es periodista; y el que soñó ser periodista, es panadero. Y así sucesivamente.
Qué difícil resulta ser de mayor lo que uno quería ser de mayor cuando era pequeño. Qué ingrato, muchas veces, cuando lo logra, y cuando no lo logra, qué gran pérdida de tiempo. Pero sobre todo, qué rápido se conforma el ser humano y hace de una Farmacia una nave, de una píldora un periódico y de un periódico una barra de pan. Y así sucesivamente.

Desconozco si Ramón llegó a convertirse en mandarina pasado el tiempo. Desconozco incluso si Ramón existe en realidad, si ha existido alguna vez o si se trata sólo de una de esas historias que te cuentan una noche en una playa y necesitas creerte. Y es que el deseo de creer en algo es, después de todo, lo que lo vuelve cierto.
Lo único de lo que estoy seguro es de que hoy en Eslovenia hace tanto calor que uno desearía que la historia de Ramón fuese al menos tan cierta como este pedazo de tierra verde que piso y que a veces se me tuerce. 

Ojalá todos los niños deseasen ser de mayores algo que no pudiesen ser de mayores, o al menos algo tan complicado de materializar que mereciese la pena partirse la cara en el intento.  Un deseo puede cumplirse o no cumplirse, pero en eso consisten, a fin de cuentas, los deseos.

Recuerdo muchas tardes a Ramón porque nunca pude conocerlo.


martes, 9 de septiembre de 2014

ESTACIONES

Invierno.
Lluvia de alfileres.
Trescientos parques vacíos.
La mano vuela para cazar al pájaro.

Primavera.
Bivalvos impares.
Zumo de pétalos de oso pardo.
Cientos de pájaros en la mano.

Verano.
Polvo en el aire.
Un niño manco toca el piano en el acantilado.
Un puñado de plumas dentro de un puño cerrado.

Otoño.
Niños daltónicos.
La niebla impide ver el fondo.
El pájaro se lleva la mano volando.

martes, 26 de agosto de 2014

CIUDAD DE AZUFRE

En esta noche tetrapléjica sueñan los cielos con embudos,
pero vendrán tiempos mejores, tiempos grises, en que no necesitemos más que un poco de odio para cambiar el mundo.
Más quieta que una foto permanece, a esta hora,
nuestra cómoda ciudad de azufre.

martes, 19 de agosto de 2014

TU SOMBRA

A la hora a la que el musgo masca piedras
y se demora casi siempre el primer beso.
A la hora en que el camión de la basura
niega el desayuno a los hambrientos.

A esa hora a la que todo languidece
y el silencio rompe los espejos.
La hora a la que se desbordan los diques.
La hora a la que sudan los muertos.

A la hora en que trasnochan los otoños,
queman las cenizas,
muerden los anzuelos.
Y las grúas se miran el ombligo,
y los peces contienen el aliento.

A esa hora lenta, aterradora,
en que se encienden las hogueras de hielo,
me despierto.

A mi alrededor no hay más que sombras.

Y tú entre ellas.

jueves, 14 de agosto de 2014

LORENZA HA LLEGADO AL PUEBLO

A Lorenza, la salmantina de Gorliz

Lorenza ha llegado al pueblo. Suenan trompetas con sordina. Viene para quedarse.
Ha comprado un terreno en la zona alta para construir una casa. Desde allí se intuye la playa. Detrás de los montes no hay nada.
Tiene poco dinero y un hijo flaco. Habrá que buscar empleo. Poner a hervir el agua. Explicarle al niño que ahora toca esperar.
En el pueblo Lorenza se siente una extraña. Una extraña extranjera que extraña su tierra natal.
Se rumorea en el pueblo que Lorenza no tiene dinero. Que si el niño está flaco es por culpa de Lorenza. Que si la comida escasea es porque Lorenza no sabe ahorrar.
Ella sale cada mañana a su jardín diminuto tamaño bonsái y habla con unos y otros de esto y de aquello -y hay quien dice que Lorenza habla por hablar-.
El día en que el primer autobús llega al pueblo, ella lo espera impaciente, como una más. Pero en el interior del flamante vehículo nadie se atreve a mirar a Lorenza. No saben mirarla, pero la miran. Y Lorenza se deja mirar.
La situación se vuelve esperpéntica cuando todo el rebaño decide apearse allí mismo.
El conductor, contrariado, le pregunta entonces a Lorenza si quiere dar un paseo. Ella asiente, con la cabeza bien alta, y el autobús echa a andar.
Ya de vuelta en su casa, frente a su diminuto jardín tamaño bonsái, suenan de nuevo trompetas con sordina porque Lorenza ha venido para quedarse.


lunes, 11 de agosto de 2014

LA PACIENCIA DE LOS DIOSES

Una última noche lenta
dentro de un cuerpo roto.
Cincuenta años
-puede que menos-
y media vida solo.

Algo se torció de pronto en su camino.
Algo se inventó torcido para ser usado
por algún pobre diablo
-pobre y tonto-

Lamentarse es cosa de cobardes;
Fabricantes de suerte, en bancarrota,
acuden diariamente a los bancos de los parques.

Le queda una última cerilla
-luciérnaga borracha que alumbra un poco-
y que al cabo se consume chillando
entre los dedos de un silencio espantoso.

No le queda más remedio que seguir lamiendo piedras
y aguardar a que el barco se hunda.
Los marineros más valientes se hunden con el barco.

Lo ha perdido todo
-cuanto tuvo-
pero sabe que nunca tuvo tanto;
La infinita paciencia de los dioses
consigue impacientar a un santo.

sábado, 2 de agosto de 2014

AUTODIÁLOGOS

Por la tarde se preguntó qué tal, pero no quiso responderse porque presintió cierto tono irónico en la pregunta. En los últimos tiempos había adoptado la rara costumbre de hacerse preguntas a sí mismo con ese tono mordaz tan propio en él y, al mismo tiempo, tan fastidioso. Se preguntaba si se sentía solo cuando estaba solo; se preguntaba por su cara de idiota cuando ponía cara de idiota; o si todavía tenía hambre cuando llevaba ya más de doce horas sin probar bocado. Cuando fumaba demasiado, se interrogaba a sí mismo por su estado de salud, pero nunca antes o después de fumar un cigarrillo, sino en el momento exacto en que se encontraba fumando.

Al principio solía tomarse a broma tanta broma a propósito de sí mismo (y por parte de sí mismo), pues le resultaba hilarante aquel particular enfrentamiento, pero aquella tarde, cuando se preguntó qué tal estaba, optó por el silencio. Y aquel silencio incómodo le llevó, finalmente, a dejarse tranquilo, a no seguir indagando en su estado emocional por temor, tal vez, a terminar hablando.

Por la noche, como cada noche, llegó la reconciliación:
-¿Estás muy enfadado conmigo? -se preguntó temeroso a sí mismo-.
-No, hoy no.
-¿He dicho acaso algo que te sentara mal?
Pero como volvió a presentir que comenzaría de nuevo la gresca y que aquello no conducía a ninguna parte, se contestó:
-Tú nunca tienes la culpa de las cosas que me ocurren.
-¡Buenas noches! -exclamó-, sin obtener respuesta alguna por parte de sí mismo.

-Otra vez ha vuelto a quedarse dormido -pensó-, pero no dijo nada que pudiera perturbar su propio sueño.

miércoles, 30 de julio de 2014

FLORES DE PIEDRA

* Tuve la enorme suerte de poder trabajar durante un tiempo en un refugio para personas sin hogar en la ciudad de Vilnius. Allí escribí estas líneas.

Flores de piedra, eso son;
plantas que se ahogan en su propia fotosíntesis,
que habitan este modesto jardín urbano
con vistas a la flora y fauna verdaderas.

Flores de piedra que no se secan.
Arbustos de invierno que no mudan su pelaje.

Dorados bulbos que sobrevivieron a la helada
y que ahora crecen,
con las manos yermas
y los ojos mudos.

Baobabs de piedra con sus descarnadas raíces al aire,
clamando al cielo boca abajo.

Flores de piedra, eso son;
pero es imposible saber qué fueron antes.
Antes de la injusta primavera que arruinó todo el paisaje.

Flores de piedra,
con las venas hinchadas
y violetas,
a las que sólo puedes regar con alquitrán
para evitar que se marchiten.

sábado, 26 de julio de 2014

PESCAR BAJO LA LLUVIA

A pesar de que vivíamos cerca del mar, preferíamos pescar bajo la lluvia.
Nadie nos tomaba nunca en serio, pero aquellas capturas eran de gran utilidad. Lluvia de peces martillo, para la caja de herramientas; lluvia de peces globo, para el cumpleaños de Damián; lluvia de caballitos de mar, para las apuestas deportivas del abuelo. Teníamos cuanto deseábamos, pero lo más importante era que creíamos tenerlo todo.

Éramos jóvenes, sonreíamos en todas las fotos y subíamos a todos los trenes simplemente por el placer de viajar. Cada verano cruzábamos hacia el norte las diabéticas autopistas del invierno en busca de un nuevo temporal. Comíamos más bien poco porque nuestro oficio no daba para grandes banquetes y porque creíamos que con el estómago lleno se saborea peor el camino. La supervivencia no era fácil, pero en eso consistía, a fin de cuentas, sobrevivir. 

Una mañana, sin embargo, llegó a la playa el futuro, y todo cambió.

Las cosas se volvieron diferentes. Capeamos la última tormenta. Dejamos de viajar sin rumbo. Perdimos, en fin, el norte, y todos comenzaron a tomarnos en serio. Pero hoy las fotos ya no hablan por los codos. Hoy los trenes los perdemos por los pelos, y la vida consiste sólo en esperar.

Nos limitamos, entonces, a aguardar que algo suceda. Bajamos cada día al puerto, como todos los demás, preparamos meticulosamente los útiles de pesca y esperamos. Pero tanto los que añoran como los que esperan desayunan diariamente el mismo anzuelo.

Por eso muchas tardes, cuando amenazan nubes de tormenta, añoro aquellos días. Aquellos tiempos de abundancia con el estómago vacío. Y me pregunto qué diablos ha pasado con nuestro instinto de supervivencia, y me doy cuenta de que apenas nos quedaría ya nada del todo nuestro si no fuéramos capaces de armarnos de valor, sacar brillo a nuestra vieja caña y salir a pescar, una vez más, bajo la lluvia.





miércoles, 23 de julio de 2014

VIVIR (Y MORIR) DEL CUENTO

Vivir del cuento. Eso lleva haciendo el estado de Israel desde hace casi siete décadas. Y también matando. Impune e indiscriminadamente.

Más 600 palestinos han sido asesinados a lo largo de los últimos quince días a manos de las fuerzas de defensa israelíes. 653 víctimas civiles. Unos 43 muertos diarios.

La denominada "Operación Margen Protector", la ofensiva militar iniciada en suelo palestino el pasado 8 de julio, ha sido calificada por algunos medios de comunicación de formas diversas. Desde "Conflicto en Oriente Medio" (u "Oriente Próximo" -en función, supongo, de la distancia existente entre la redacción de turno y las ciudades fronterizas de la Franja),  hasta el agudo eufemismo "Crisis de Gaza" (calificativo que revela, al mismo tiempo, una alarmante crisis de recursos léxicos y ese obstinado empeño periodístico por tratar de presentar la realidad de manera edulcorada). Se hubieran ahorrado palabras llamándole simplemente genocidio. Tanto ahorrar en verdad, para despilfarrar en palabras.

Otros, sin embargo, han apostado por recurrir al término "guerra civil", tan prosaico y tan cómodo, tan barato, olvidándose al hacerlo de que las guerras las libran los ejércitos y de que tiene que haber al menos dos en liza para que empiece la contienda. Si con "guerra civil" se refieren a aquella en la que sólo mueren civiles, entonces, lamentablemente, sí que estarían en lo cierto.

Pero no han sido sólo los medios de comunicación (ese "cuarto poder", ese 'brazo tullido' del mismo poder de siempre) los únicos interesados en tergiversar los hechos. John Kerry, secretario de estado norteamericano, trasladaba la pasada semana su apoyo incondicional a Israel argumentando que la operación militar perpetrada en la Franja estaba siendo acometida en régimen de "legítima defensa propia". ¿Acaso es aceptable un comentario de tal calibre? Se estima que un niño muere cada hora en Gaza como consecuencia de los bombardeos.

 El dato es escalofriante, para casi todos. No lo es para la diputada israelí Ayelet Shaked, que ni corta ni perezosa (sobre todo lo segundo) hizo un llamamiento el pasado fin de semana en las redes sociales a que "la sangre de las madres Palestinas caiga sobre sus cabezas". Así se las gastan algunos políticos israelíes, siempre con la sangre en la cabeza.

Pero, entretanto, la gente sigue muriendo. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no parece tener del todo claro si más de medio millar de víctimas y casi 5.000 heridos son suficientes como para integrar la última "travesura" del gobierno que preside Netanyahu dentro de los denominados "crímenes contra la humanidad". Convendría, tal vez, que le echasen un rápido vistazo al Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que ellos mismos suscribieron, para resolver si se están produciendo aquí algunos de los delitos tipificados como crímenes de guerra, tales como el asesinato, el exterminio o el desplazamiento forzoso.

Israel, ese país ficticio, ese "gigante" inventado, ostenta el dudoso honor de situarse a la cabeza de la lista de estados que más veces han vulnerado  resoluciones de Naciones Unidas relativas a la violación de los Derechos Humanos. Si la condena internacional no se produce de forma inmediata, es por algo. ¿Cómo podrían venderles las armas y hacerles luego 'pagar el pato'? Estados Unidos, las principales potencias europeas, y también España, sacan tajada de la matanza.

La situación, a orillas del "muro de la vergüenza", es fácil de explicar. Las políticas de apartheid que los israelíes están llevando a cabo en Palestina han simplificado aún  más las cosas. Le llaman guerra, le llaman crisis, pero la muerte sólo vive de un lado del muro; del otro viven los "sin-vergüenzas".

La historia comenzó a escribirse hace hoy 66 años. Estados Unidos se convirtió en el primer país en reconocer de facto el nuevo estado judío en 1948,  dando por buena la "trama" para que Israel pudiese empezar a vivir del "cuento". Hoy toda aquella farsa sigue contando con el beneplácito y la condescendencia de los máximos dirigentes estadounidenses, como  Barack Obama, flamante premio nobel de la paz en 2009 y cómplice de crímenes de guerra tan solo un lustro más tarde.  

El problema fundamental es que a esta realidad le sobra ficción y le falta verdad, y aspereza. La literatura, sea ésta del tipo que sea, no puede privar al hombre de su capacidad crítica. Si Ana Frank levantara la cabeza  juraría que hemos retrocedido en el tiempo, y se vería probablemente reflejada en alguno de los cuatro niños que perdieron la vida el pasado miércoles mientras jugaban en una playa de la ciudad de Gaza. No era una playa militar, era una playa pública, civil, como todas las playas.


Y es que lo inaceptable, después de todo, no es la absurda tesis sionista, la sagrada profecía  o la inconsistente teoría que supuso la aceptación como "tierra prometida" de un espacio geográfico habitado por sus ancestrales pobladores desde tiempos del Imperio Romano; lo inaceptable es que dicha ficción barata contemple que los palestinos puedan seguir, todavía hoy, muriendo del cuento.