Los problemas
empezaron al poco tiempo de llegar a la ciudad, observando a un barrendero en
una de las plazas del centro. Un tipo alto y desgarbado, casi rubio, demasiado
blanco y demasiado serio. Bastante flexible, para a su altura, y muy eficiente.
Nada parecía perturbarle, salvo todas esas cosas que ruedan. Todos esos
residuos esféricos o semiesféricos dotados de cierta movilidad pese a su
estática apariencia. La escoba los proyectaba lejos de sus dominios, a veces
incluso al otro lado de la acera, ante su apaciguada ira y su incomprensión
serena.
Estaba claro que
existían cosas que, aún pareciendo inertes, manifestaban una clara oposición a
ser inmovilizadas, a tornarse dóciles ante la escoba, los adoquines de la plaza
y el recogedor. Algo parecido comenzó a suceder con mis sueños.
Aquella noche
dormí intranquilo. Soñé con todas esas pequeñas cosas que ruedan en las plazas
del centro y que los barrenderos se obstinan en capturar, con mayor o menor
éxito. Mi desazón llegó con las primeras luces del día. Había soñado un sueño
ajeno. Lo comenté con algunos amigos, de los que sólo recibí a cambio
indiferencia y fingida compasión. Soñé durante cuatro o cinco noches más aquel sueño
robado hasta que comencé a obsesionarme con otros seres anónimos y a ir
apoderándome lentamente de todas sus fobias y preocupaciones, canalizadas a
través de los sueños.
Una noche conocí
a una chica cerca del muelle. Lloraba, pero parecía contenta. Me acerqué porque
me gustó la imagen que proyectaba. Sus lágrimas caían al río en una suerte de
lluvia salada. Le dije que si continuaba llorando de ese modo el caudal del río
crecería hasta derribar los diques del muelle y anegaría toda la ciudad. No le
importó demasiado. Continuó llorando y sonriendo con admirable intensidad. El
caudal del río -debo reconocerlo- no se resintió en modo alguno. Mis sueños, en
cambio, sí que lo notaron. Comencé a soñar con puertos y naufragios, y después
con ríos e inundaciones, y más tarde con catástrofes oceánicas. No podía pegar
ojo por las noches y sentía un pánico atroz cada vez que me disponía a meterme
en la cama.
Ocurrió lo mismo
con el equilibrista de la calle Somera y con el vendedor ambulante del Guggenheim.
Semanas y semanas de sueños ajenos que terminaron por romper el frágil hilo que
me mantenía unido a la realidad.
Prisionero de la
locura, no me quedó otro remedio que idear un plan de suicidio. Me arrojaría
-con vida y todo- desde uno de los puentes de mis sueños. El más cercano, por
motivos de comodidad. Pero en aquella madrugada de insomnio especialmente
húmeda, llamada a ser mi última madrugada de insomnio, volví a toparme con el
barrendero. Lo abordé en plena calle para contarle lo de mi insomnio o, mejor
dicho, lo de mis sueños, que deberían ser los suyos. Llegué incluso a relatarle
con todo lujo de detalles mi plan de suicidio a la espera, tal vez, de que
pudiese llegar a entenderme. Pero no sirvió de nada. Se limitó a observarme,
impasible, con una mezcla de lástima y de sopor, sumido por completo en su
tarea. Transcurrido un breve lapso de tiempo, decidí marcharme. Pero cuando me
disponía a abandonar aquella plaza mal iluminada y a emprender con decisión mi
camino hacia el puente más cercano para poner término de una vez por todas a mi
miserable existencia, el barrendero se volvió para decirme:
- No te entiendo
- ¿Cómo?,
pregunté rápidamente, creyendo que tal vez aquellas palabras procedían en
realidad de mi cabeza.
- Mire, no sé si mis sueños son sueños ajenos
o sueños propios, pero le aseguro que no son los sueños que me gustaría tener.
No conozco a nadie que sueñe lo que quiere. ¿Qué gracia tendría eso?
- ¿Gracia?,
repliqué un tanto molesto, ¿quién está hablando aquí de algo gracioso? Simplemente
trataba de explicarle que mis sueños son sus sueños, que no me pertenecen y que
me he cansado de tener que convivir con ellos.
- Si tanto le
molestan, ¿por qué no los olvida?, rechistó. Sueñe otra cosa o no sueñe nada,
pero deje de joder a los demás con sus sueños.
- No son mis
sueños, son suyos, le dije por última vez alzando la voz.
- Pero ¿cómo se atreve?, me contestó,
visiblemente enfadado, ¿qué sabrá usted lo que yo sueño o dejo de soñar?
- Sueña con
todas esas cosas que ruedan -le espeté de pronto-, sin dejarle apenas tiempo
para que terminase de hablar.
Al escucharlo,
el rostro del barrendero cambió por completo. Dejó caer al suelo la escoba y
rompió a reír de un modo incontrolable. Una vez que terminó de hacerlo, se acercó
caminando hacia mí y me dijo:
- Los barrenderos
no soñamos que barremos. Barremos y cuando terminamos de barrer nos vamos a
casa y continuamos con nuestra vida. ¿Quiere que le dé un consejo? Haga usted
lo mismo.
Me marché sin
despedirme. Regresé a casa y tardé casi una hora en quedarme dormido. Aquella
noche volví a soñar con mis cosas. Soñé con mi estúpido y rutinario trabajo de
entrevistador. Soñé con Aurora dirigiéndose al baño y pensando, tal vez, en
escribirme una carta de amor. Soñé con mi madre y con mi hermano, y también con
aquel tipo que conocí la otra noche cerca de la universidad y que me aseguró
que sabía imitar a la perfección el sonido que emiten todos los insectos cuando
están contentos. Soñé, en fin, mis sueños de siempre, y comprendí al despertar
que no hay nada más aburrido que los sueños propios. Porque, después de todo, los
sueños de uno no son más que la prolongación de las inquietudes diarias que uno
tiene y que terminan traspasando el umbral de la vigilia para que no nos
olvidemos de que existen.
Soñar un sueño
ajeno resulta, sin embargo, mucho más excitante. Ahora que lo pienso, ¿soñará
el equilibrista de la calle Somera que pierde el equilibrio?. Esta misma mañana
he recibido una carta, pero no era de amor.